EL DOMADOR DEL VIENTO
Iván Apaza-Calle[1]
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En mi niñez deambulaba en los basurales… Donde
vivía y por aquellos años, se lo conocía como qhillapata (cenizal). En esos lugares buscábamos algún objeto que
pueda servir para construir los cochecitos que fabricábamos, quizá una sandalia
para extraer de ello las llantas, o quizá una lata de leche para elaborar una
cisterna que transporte gasolina, o un galón de aceite para construir un micro.
En otras estaciones, buscábamos nilones para
fabricar cometas que volarían al soplo del viento del Titicaca; esos días de
invierno, de chuño, o de trillar la cebada, el trigo…, hacíamos competencia de
cometas, como esos muchachitos en la novela de Khaled Hosseini “Cometas en el cielo”; la diferencia es
que nunca perdimos nuestras cometas en la competencia.
Poco tiempo después, leí la historia de un
muchacho, que también husmeaba en los basurales, su nombre era “Cara sucia”, un personaje fantástico
que el escritor José Camarlingui había creado con esa pluma de poeta. El
pequeño huérfano que buscaba comida en los basurales, tenía la devoción a ese
objeto mágico que puede transportarnos en el tiempo, un objeto semejante a la
piedra filosofal; el libro.
Supe estos días de otro muchacho, que también
deambuló por los desechos de chatarras. Esta vez no fue por un libro sino por
una película: “El niño que domó el
viento”; un niño de un país desconocido para muchos: Malawi, país
mediterráneo como Bolivia, y que también es un pueblo racializado, cuya
sociedad rural depende de la naturaleza, de los malos años agrícolas o años
fértiles de producción.
La historia del domador del viento, basada en la memoria de Kamkwamba y Bryan Mealer:“The boy Who Harnessed The Wind”, se
estrenó el 25 de enero (2019), cuyo director Chiwetel Ejiofor, escribió y
protagonizó el drama que no solo revela la vivencia y el sufrimiento de una
aldea habitada de negros racializados, sino que, va más allá, conmueve por las
imágenes, los movimientos, el trama que nos presenta, y todos los elementos que
componen esa totalidad llamada película,
rebelando a quienes experimentan y sufren esa existencia.
He ahí la diferencia de quien vive y escribe su
propia historia; en este caso, Kamkwamba, Mealer y Ejiofor tocaron con la película, la llaga del hambre, del color,
del olvido, de la sequía, en fin, de la supervivencia. Reinaga como Ortega y
Gasset, estaban en lo cierto, la vivencia es más cercana a la realidad; a
diferencia de aquellos que solo son espectadores, los que viven y sufren,
pueden describirnos o representar la realidad, de tal manera que, en esas
descripciones o representaciones recrean su vivencia. Así la película del domador del viento se torna en vida, pero, el mero hecho de la
recreación, también es volver a tocar la llaga que aún persiste en la memoria
de sus actores tanto que al escribir uno revive y vive el dolor.
William Kamkwamba, habitante de una aldea negra,
tiene la oportunidad de asistir a la escuela, pero a un precio, sí, su
asistencia a las aulas vale dinero; tiene como amigo a un perro: Khamba, quien
le espera recostado, a veces sentado, pero, le espera…, cerca a la puerta,
frente a ella, bajo la lluvia y el viento. El peludo siempre fiel.
El muchacho estudia en casa con la luz natural,
que a veces quema y otras calienta. No puede usar el queroseno, no hay lo
suficiente. Si existiera al menos un alumbrado público, seguro estudiaría bajo
un poste como ese niño peruano.
Casi siempre va en busca de algo al basural, como
si en ese lugar encontrara el remedio para estudiar de noche. Sí. Siempre
encuentra algo. En cada entrega de nuevos desechos junto a su amigo, el
muchacho halla algo que le puede servir para sus invenciones. Busca, busca, aquí
y allá…, encuentra cables, focos y chatarras ¿algo nuevo más?, una batería
aparentemente inservible.
Por ese mismo tiempo en Malawi, la industria
tabaquera ha sembrado y ha comprado a sus habitantes. La división de la aldea
ahora está a la orden del día. A la compañía no le interesa si se tala todos
los árboles existentes, lo que importa es ganar más dinero, a cualquier
precio.
Trywell, el padre de William, va contra viento y
marea, él señor apuesta por la educación de sus hijos, pero la educación cuesta
dinero y aquí cada uno tiene que pagárselo.
La producción de tabaco, es extensa, sin embargo,
cuando acabe de llover Malawi debe prepararse para la hambruna. Y de repente al
año siguiente deja de llover y la agricultura cae.
El muchacho aun sigue buscando algo en el
basural, la nueva entrega le regala otra batería, ahora tiene el objetivo de
recargar esas carcachas. El dínamo de su maestro y futuro cuñado Cachigunda es
la clave, ese artefacto que tiene la magia de crear energía y encender los
faroles de su bicicleta. William quiere saciar su sed de conocimiento. Le pide
a Cachigunda que interceda con la señora Sikelo quien controla la biblioteca;
la profesora acepta al muchacho. Ahora tiene la oportunidad de examinar todos
aquellos libros sobre energía. Lo tiene, está en uno de ellos, cuyo título es: ¿Cómo usar la energía?
Mientras el muchacho busca satisfacer sus
inquietudes, afuera, en el campo político la gente es instrumento de políticos;
Wimbe, el jefe de la aldea protesta frente a la vista gorda del gobierno a la
hambruna que viven sus habitantes, pero solo recibe pateaduras de parte de la
seguridad del presidente. La historia se repite, negros pateando a negros.
La cosecha es una miseria. Ahora el padre de
William tiene que vender las calaminas de su hogar y con el dinero conseguir
alimentos para sobrevivir el año.
Sigue…, el muchacho sigue buscando…, ahora ha
descubierto a través del libro, a través de su inquietud y frente a la
necesidad que, se puede producir energía y con ello salvar al pueblo de la
hambruna. Ahora que sabe algo y por no pagar, le han echado de la escuela; la
escuela le ha negado, la sociedad también.
Todos corren, ha llegado el grano de la
existencia. La vida cuesta dinero, mas aun en tiempos de hambruna, donde sea,
en cualquier rincón es así; cuesta billetes. Y el único refugio es rezar.
Ahora que ya todos dejaron de estudiar, el
muchacho accede otra vez a la biblioteca de la escuela de Kachokolo. Tiene el
plan de ejecutar un sueño. Cada día intenta algo. Su padre no le cree nada de
lo que dice. William persiste a pesar de todas las negativas…, cada día las
cosas son más difíciles, mientras ve desesperanza en los suyos parece
derrumbarse todo, parece que todo está perdido por un momento, más cuando
Khamba su amigo fiel muere de sed, de hambre. Esa muerte le causa dolor.
No es un sueño…, dice el muchacho al viejo. Es
cosa posible.
A veces necesitamos la confianza de alguien, a
veces solo necesitamos creer; creer en uno mismo dice R. W. Emerson. Sin
embargo, el muchacho solo necesita una mano. Lo que se ha empezado a nivel
micro ahora es macro, el aparente sueño, una realidad. Hombro a hombro los
habitantes levantan una torre. El invento funciona por fin; mientras el aspa
jira al soplo del viento, la energía que provee el dínamo a la batería impulsa
al motor y la manguera expele agua y esta corre por los canales.
La historia no es lejana, es una memoria reciente
(2001) y no solamente sucedió y sucede en ese país sino en cada rincón del
mundo. La geografía del hambre estremece y desespera. Quizá en esos momentos lo
imposible para un adulto sea algo real, para un muchacho, no, apenas es una
palabra, una opinión. Puede revivir aquello que aparentemente no sirve o es una
basura, y también, puede hacer renacer la siembra… Sí.
Domando al viento, haciendo lo imposible.
Se trata de eso,
de creer. Así nos enseña el filme sobre William Kamkwamba, y…, ese muchacho
puede ser el que está sentado a nuestro lado.
El Alto, invierno de 2019.
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