Reseña de Rodrigo Pacheco Campos: “Racismo y poder en Bolivia”, de Fernando Molina



Rodrigo Pacheco Campos


Bolivia es un país en el que se hacen evidentes profundas desigualdades socioeconómicas y complejas diferencias culturales entre los distintos grupos sociales que lo componen; por supuesto, la academia ha realizado –desde posiciones progresistas y conservadoras- un sinnúmero de esfuerzos para dar cuenta de las características, causas y consecuencias de esas desigualdades y diferencias, que funcionan como determinantes de las particularidades de las relaciones sociales de los distintos individuos y grupos sociales dentro de la formación social boliviana. Aunque parezca extraño, el estudio del racismo ha sido apenas marginal en esos esfuerzos, muy a pesar de que sea una variable de corte estructural –y, por tanto- fundamental para comprender la historia del país y las características de las interacciones y los problemas sociales cotidianos que se presentan en la sociedad boliviana.

Si partimos de esa idea –de que en Bolivia el racismo es un fenómeno estructural- surge automáticamente una serie de preguntas. Algunas simples, pero necesarias, como por ejemplo: ¿Cómo podemos definir al racismo?, ¿Cómo se representa el racismo dentro de las interacciones sociales cotidianas? Otras más complejas y profundas, como: ¿Cuál es el papel que cumple el racismo en la configuración de los campos de poder en la formación social boliviana? ¿Se constituye en un mecanismo de consolidación y de reproducción de las asimetrías de poder –económico, político, simbólico, etc.- y de las jerarquías sociales en el país? 

Esas preguntas, y muchas más, son respondidas por Fernando Molina, provocativamente, en los seis ensayos que componen su libro Racismo y poder en Bolivia –que de acuerdo al autor es, por una parte, académico y, por otra, político, en tanto que toma una posición evidente al estudiar la temática: es antirracista-. Sin duda, hay mucho que reseñar y problematizar acerca del libro de Molina; por tanto, en este documento se expondrán solamente algunas ideas y conceptos circunscritos al primer y más importante capítulo del libro, a riesgo de omitir muchas otras ideas y con el compromiso de continuar la discusión de los demás capítulos en otra oportunidad.

Molina, siguiendo la propuesta teórica de Luhmann (2005), define al poder como un “medio de comunicación”. Ello en tanto que el poder, en su dimensión consensual –y, por tanto, no coercitiva-, depende directamente de su comunicación. El poder, que a grandes rasgos es la capacidad de influir en las acciones de los demás, determina la manera en la que los individuos se relacionan entre sí. En ese sentido, los individuos, de acuerdo a sus características socioeconómicas y a las características de la sociedad de la que son parte, son poseedores de distintos recursos de poder –materiales y simbólicos-, que son comunicados consciente e inconscientemente y que determinan sus intercambios sociales.

En ese marco, en las relaciones sociales el poder se comunica por medio de símbolos que, al ser decodificados por los individuos, dan cuenta de la cantidad y de las asimetrías de poder que median sus interacciones. Es decir que las relaciones sociales están imbuidas de operaciones de codificación y decodificación del poder que permiten a los individuos saber cuánta cantidad de poder poseen sus interlocutores y, por tanto, en última instancia, saber cuánto valor social tienen. En síntesis, de manera simple se puede indicar que el poder social de un individuo depende de su acumulación de “recursos de poder” –títulos de propiedad, títulos educativos, características corporales, idioma, etc.-. 

Esas consideraciones permiten que Fernando Molina pueda conceptualizar al racismo como “una disposición social heredada” que neutraliza e incluso reduce el poder social de los individuos racializados, operando como un mecanismo de desvalorización social de los sujetos categorizados como indígenas. En ese sentido, de acuerdo al autor, los elementos que denotan una condición étnico/racial indígena llegan a constituirse en “cifras negativas introducidas en el código del poder que, sin importar con qué otras cifras se junten –riqueza, educación, atractivo, etc.- restan a éstas la capacidad de significar poder social”.

El racismo, para Molina, está compuesto por dos elementos interrelacionados, a saber: creencias y actitudes. La creencia que subyace al racismo es que quienes poseen determinado fenotipo, idioma, etnicidad, cultura, etc., asociados a “lo indio” tienen menos valor social. Las actitudes, por su parte, se constituyen en predisposiciones a actuar que corresponden con la cualidad de las creencias racistas. En ese marco, Molina identifica y analiza algunos ejemplos de creencias y actitudes racistas dentro de la sociedad boliviana. Por ejemplo, la creencia racista trágicamente extendida de creer que “hablar mal español”, es decir “hablar como indio”, conlleva ser inferior –Como ejemplo de esta creencia en el contexto actual, podemos recordar a Horacio Poppe, candidato a la alcaldía de Sucre en las elecciones subnacionales, quien después de haber perdido las elecciones señaló “Discriminashon, discriminashon, solamente eso saben decir los del MAS (…) carajo que son brutos (…) hay que ser malnacido”, donde la ecuación es “hablar como indio=ser del MAS=ser malnacido=ser inferior”-. Un aspecto fundamental es que esas creencias y actitudes racistas no se constituyen en fenómenos puramente ideológicos, sino que se materializan en relaciones y hechos sociales concretos que producen la reducción de la agencia –ergo, del poder- de los individuos que poseen “características indígenas”.

Como puede presuponerse, para Fernando Molina el racismo no es un fenómeno menor dentro de la sociedad boliviana; el autor considera que en el presente existe una jerarquía étnico-racial en la que los miembros de las clases altas –alta burguesía y alta gerencia- son “blancos” o “funcionan como blancos”. Para Molina, esa jerarquía se ha constituido a consecuencia de diversos factores económicos, sociales e ideológicos, y tiene como uno de sus más importantes dispositivos de consolidación al racismo. 

Ahora bien, si existe una jerarquía étnico-racial en Bolivia, es como mínimo necesario responder dos interrogantes. La primera. ¿Cómo logra reproducirse? De acuerdo al autor, por medio de la segregación –por ejemplo educativa, en tanto la “educación de calidad” está casi reservada para la élite blanca- y la discriminación –a través del veto implícito, el estereotipo, la inferiorización, el paternalismo, los insultos, etc.-. 

La segunda. ¿De qué manera los individuos considerados no blancos pueden ascender en la escala social y en los espacios de poder? La respuesta, a pesar de haberse complejizado más desde la emergencia de la autoidentificación étnica como mecanismo de valorización social de lo indígena, aún puede resumirse en una palabra: blanqueándose. Si “lo indio” conlleva la reducción del valor social de los individuos, “la blanquitud” conlleva el incremento de su valor social. Por decirlo en términos simples “son las dos caras de la misma moneda”. Sin embargo, como es evidente, no todos los individuos pueden blanquearse; existen mecanismos de cierre o de bloqueo del ascenso social de los individuos. En ese sentido, solo quienes se encuentran más próximos a los estándares que la sociedad le impone a la blanquitud se separan de los sujetos más lejanos a esos estándares, utilizando para ello como medio de diferenciación la discriminación racista y el desprecio a “lo indio”.

El panorama que las reflexiones de Molina permiten entrever se torna aún más problemático si se toma en cuenta que la importancia del racismo es recurrentemente negada. Por ejemplo, se da el caso de que académicos y analistas en Bolivia reconocen la existencia del racismo o, dicho más precisamente, reconocen alguna de las formas por medio de las cuales el racismo se representa, pero se niegan a estudiar rigurosamente su amplitud y el problemático lugar que ocupa en el entramado socioeconómico del país, y cuando alguien lo hace –en este caso Molina- lanzan una crítica al unísono “Sí, el racismo existe, es evidente; el autor x no está descubriendo la pólvora, pero explicar todo a través del racismo es, además de monotemático, indicativo de su incapacidad de comprender la complejidad de la temática”. Es decir, asumen que quien estudia el racismo al hacerlo tomará “la parte por el todo”. 

Por ello, y para finalizar, cabe destacar que Molina no trata de explicar el conjunto de la vida social y de la historia del país utilizando al racismo como una categoría analítica exclusiva, menos aún omite el lugar que ocupan otras determinantes “más materiales” en ellas, sino que pretende posicionar, en la dimensión en la que considera que se expresa en la realidad, un fenómeno que ha sido pocas veces estudiado con rigurosidad académica en el país. Sin embargo, es pertinente destacar que la conceptualización del racismo como “una disposición social heredada –tradicional-” puede resultar problemática si se la utiliza para focalizar la discusión en su carácter heredado/tradicional, omitiendo que en el momento histórico actual el racismo es un fenómeno que se encuentra sostenido por las relaciones de dominación y explotación del capitalismo tardío y que, al mismo tiempo, funciona como un aditamento de ellas. Tómese en cuenta, sin embargo, que esta última reflexión solo se reviste de sentido si se toma en cuenta que el racismo es considerado, desde el sentido común, como un fenómeno estático que ha permanecido invariable desde la colonia.

 

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