Racismo y locura


Fernando Molina

El 30 de julio de 2021, la señora Lucía, mujer de pollera, caminaba hacia un mercado en la Zona Sur de La Paz, a hacer compras. De pronto, un individuo abrió la ventana de un departamento de la calle por la que ella pasaba y la insultó. Luego Lucía no recordaría muy bien las características físicas de este individuo, al que se referiría como “un caballero”. Probablemente era viejo. Las características de su ataque fueron extremas: le espetó a Lucía “india de mierda”, le exigió que no pasara por donde él vivía, le gritó “puta”. Lucía se asustó y corrió. Alguien que también estaba en la calle, detrás suyo, la alcanzaría después, cuando ella, ya más tranquila, volviese a caminar a un ritmo normal. “Es un loco”, le dijo y es probable que esta explicación tenga algún asidero, tan gratuito, tan inexplicable es el hecho. No hace falta decir que Lucía no conocía a su agresor, que ella es una persona benigna y trabajadora, más bien tímida, y que no tiene cuentas pendientes con nadie. Sí, sin duda se trata de un incidente con ribetes patológicos. 

Habría que reflexionar, sin embargo, sobre esta situación. Muchas enfermedades mentales conllevan una suspensión o disminución de la inhibición. Habría que reflexionar sobre por qué en nuestro país este fenómeno produce manifestaciones como la del individuo de la ventana; sobre por qué tantos que “pierden la cabeza” apuntan a menudo su cuerpo desprovisto de control contra los indígenas de su alrededor; sobre por qué los que “se olvidan de sí” recuerdan sin embargo una posición social, un estatus y una historia señorial que les son preexistentes y que se apoderan de ellos apenas dejan de pertenecerse plenamente a sí mismos. 

¿Por qué la chochera, esa suerte de derecho de los viejos reblandecidos a desbarrar, a ser impertinentes, arrogantes y desubicados, se mete tan frecuentemente, en nuestro país, con los indígenas? ¿Por qué tantos hombres y mujeres de cierta edad, que, como todos los viejos, recuerdan con nostalgia el pasado, lo añoran también porque en él dominaban étnico-racialmente sin contestación ni culpabilidad? En todas partes hay chochera, pero entre nosotros aparece revestida de estas prerrogativas antiigualitarias. 

Hace años, una mujer mayor cruceña vapuleó, insultó e intentó expulsar de un micro a una joven “colla”, lo que fue grabado y difundido, causando un cierto escándalo. El argumento de la familia de aquella muje para evitar la sanción que la ley establece fue que “estaba loca”. Sin duda, pero ¿era la suya una enfermedad estrictamente personal o más bien de carácter social? 

Hace años una vecina de mi edificio multifamiliar me sorprendió acusando a la persona indígena que trabajaba en mi departamento de haber orinado sobre las ruedas de su auto (como si fuera un gato). 

También me consta que en noviembre de 2019 algunas personas hicieron hervir agua con ají para lanzarla desde las ventanas elevadas sobre unas  imaginaria “hordas” indígenas que, previsiblemente, nunca se pusieron a tiro.

Seamos más audaces, entonces. Preguntemonos si no existen brotes psicóticos en la élite tradicional boliviana. Psicosis es la incapacidad de reconocer la diferencia entre realidad e imaginación. Ahora bien, si alguien sigue viviendo mentalmente en un tiempo que el mundo ya ha dejado atrás; si sigue suponiéndose superior a otros y ejerce esa supuesta superioridad para escapar de su propia condición (finalmente la referida mujer blanca iba en un micro, igual que la indígena) y para echarle la culpa a otros de sus fracasos (“este país de mierda”), ¿no está psicótico o no sufre de episodios psicóticos? 

Estas reacciones nos remiten también a otras patologías: por ejemplo, la sociopatía, que se expresa en la falta de empatía con aquel al que se hace sufrir de tal manera y sin sentimientos de culpa. A veces puede observarse esta total falta de compasión en la misma persona que, simultáneamente, llora por cualquier tontería o se deprime porque ha perdido de vista por unas horas a su perro. ¿Cómo se explica esto? 

¿Y cómo se explica esto otro?: Salir de la misa, acabar de escuchar el Evangelio y de apesadumbrarse por los pecados que se han cometido y luego ofender a una mujer indígena que intenta vender un kleenex para poder comer.

No hay disonancia entre ambos estados de ánimo porque esa mujer vendedora despierta en su ofensora un sentimiento de aversión. Le está invadiendo el espacio personal, igual que la señora Lucía invadía el espacio urbano del que mentalmente se había apropiado su agresor, igual que los “collas” invaden el espacio mítico en el que algunos cruceños racistas fundan su comunidad. Invasores, sucios, contagiosos y ademas paganos, con sus ritos y sus símbolos extraños. 

No todos los blancos, claro está, ni siquiera muchos blancos son así. El racismo normal es otro, ya he hablado de él: es el que invisibiliza en sordina. Estos otros casos son extremos, pero resultan importantes tanto como síntomas del tipo de sociedad en el que vivimos cuanto por su capacidad para dañar a las víctimas, de marcar sus vidas, de modelar sus expectativas. 

La señora Lucía queda azorada después de la experiencia, pierde por unas horas su alegría característica. Me cuenta que su hermana vive en Montero y que en la región oriental muchos aymaras como ella, de pollera, son increpadas en la calle por mujeres (hay tantas mujeres en esta historia…) que les exigen que se vayan de allí. “Mi hermana ya está acostumbrada”, confía. Se defiende evitando ir a Santa Cruz de la Sierra, limitando sus desplazamientos. 

Es posible que estos ataques sean esporádicos. No es que cada vez que la señora Lucía camina por la calle aparece un “loco” que la injuria. Tampoco es que nos roben con rotura y escalo cada día, pero basta que ocurra una vez, y peor si lo hace una o dos veces al año, para que nuestra vida cambie por completo. Ya no salimos. Desconfiamos. Tememos. Nos achicamos. 

Esto es lo que logra la “locura racista”. Y por estos resultados esta, que es irracional, se vacía dentro de una estrategia de tipo racional. Sus efectos sobre la depresión e inferiorización indígena perpetúan el dominio étnico-racial a un costo bajo: basta con mirar a otro lado cuando un “loco” hace de las suyas. 

Varios académicos nos han estado pidiendo que no estudiemos el racismo porque este no se puede probar, en el sentido del neopositivismo, es decir, con encuestas y experimentos. Frente al caso de doña Lucía y su hermana, ¿pedirán también confirmación estadística? ¿Cuál es la frecuencia en que un “loco” irrumpe en la vida de un indígena? ¿O en que alguien tiene una vecina como la que tuve? ¿Comparando con otros países? ¿Y qué dice el victimario -nos piden interrogarlo-, será su motivo realmente racista o “cualquier otra cosa”, como le gusta decir a la antropóloga Alison Speeding? Todo muy científico y, finalmente, muy conveniente. Nadie puede probar el racismo, ergo, este no existe. Díganselo a la señora Lucía.



Publicar un comentario

0 Comentarios