"La construcción de una imagen: El verdadero rostro de Túpac Amaru (Perú, 1969-1975)", de Félix Leopolodo Lituma Flores(2011)

  


Martha Barriga Tello

El verdadero rostro de Túpac Amaru (Perú, 1969-1975) de Félix Leopoldo Lituma Agüero es un estudio acucioso acerca de la aparición de la iconografía que, a partir de la segunda mitad del siglo XX, hizo visible y caracterizó a José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru. El libro es el resultado de la tesis que asesoré y con la que el autor obtuvo la Maestría en Arte Peruano y Latinoamericano, Mención Historia del Arte, en la Unidad de Post Grado de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas.

En el libro se analiza la creación de la supuesta vera effigies de Túpac Amaru como representativa del momento político en el Perú entre 1969 y 1975, auspicia- da por el general Juan Velasco Alvarado y a partir de la pionera ofrecida por Jesús Ruiz Durand. A propósito de ello, y con la finalidad de contar con una pintura para exponer en el Palacio de Gobierno, que a su vez sirviera en diversos ámbitos oficiales, el gobierno convocó un concurso nacional para que los artistas plásticos propusieran la “imagen arquetípica” del prócer del siglo XVIII. Los acontecimientos alrededor de este concurso y las con- secuencias que tuvo para la historia del arte peruano son el tema principal de esta bien documentada investigación.

Desde su inicio, la Historia del Arte se ha interesado por encontrar los fundamentos, causas y origen de la obra de arte, su génesis como acto creativo sujeto a influencias intrínsecas y extrínsecas, así como su función, trascendencia temporal e influencia. En esta dirección, y aplican- do las metodologías formal, iconográfica y de la sociología del Arte, Leopoldo Lituma analiza el contexto político que propicia la inquietud del general Velasco y su equipo de trabajo, por concentrar en Túpac Amaru el símbolo de su gobierno, elemento surgido desde la improvisación del colofón del discurso que inauguró  la Reforma Agraria. La representación de Tupac Amaru se habría establecido en el imaginario nacional de los jóvenes de inicios del siglo XX en los términos construidos por las descripciones que del personaje hicieron quienes tuvieron la oportunidad de conocerlo. Estos rasgos, igualmente, recogían las características fisonómicas generales indígenas y rememoran como impresiones comunes aquellas que los cronistas testigos del siglo XVI legaron del Inca Atahualpa como Francisco de Jeréz que lo consideró hombre “apersonado y dispuesto”, de “gran señorío y dignidad” que hablaba “con mucha gravedad, como gran señor” y hacía “muy vivos razonamientos” al punto que los españoles “lo conocían como hombre sabio” y Miguel Estete que lo recordó “discreto y desenvuelto” en su trato con los extranjeros, todo ello en virtud de su grandeza, autoridad, dignidad, nobleza y majestad. Las descripciones reflejan, por analogía, un carácter y aspecto general que compartieron ambos personajes, protagonistas de significativos acontecimientos en estos mundos especulares que constituyen los siglos XVI y XVIII.

Como inicio del proceso que se estudia en el libro, el logotipo adoptado inicialmente por el gobierno militar, en su aparente simplicidad, conllevó una fuerte carga ideológico conceptual de fácil asimilación, que difícilmente hubiera podido lograrse con otro lenguaje plástico, pues cada uno conlleva una intención distinta y se expresa de manera gráfica diferente. La vinculación morfológica de este diseño con las formalizaciones del Perú antiguo, muchas centradas en la representación positiva, se pueden identificar como constantes estilísticas en el arte peruano de las diversas épocas, tal como lo son la economía de medios, la precisión en el di- seño y la extraordinaria capacidad de síntesis. El mensaje preciso que acuñó Jesús Ruiz Durand pudo ser asimilado y generó adhesión e identificación entre los peruanos por el carácter abstracto de la imagen que lo presidía, Tupac Amaru era el Perú y los peruanos, porque en sí mismo tenía el rostro elusivo del paradigma nacional.

Las consecuencias del recuerdo colectivo y de la formalización visual aceptada, supuso un factor determinante en el resultado del concurso nacional de pintura que en septiembre de 1971 convocó el gobierno. Los artistas, en conocimiento de las descripciones que circulaban del rebelde cusqueño, tributarios de los conceptos de nobleza y autoridad, formaliza- ron su propia visión de las virtudes que se le atribuían, construyendo una imagen que las representara. La postura del jurado calificador, por otra parte, enfrentó dos posturas metodológicas. Mientras el historiador busca la autenticidad entre la apariencia comprobable sujeto retratado- sujeto histórico, su valor documental, este es un aspecto irrelevante o secunda- rio para el historiador de arte, que con- centra su apreciación en la verosimilitud en cuanto a su vinculación al ámbito simbólico y a su valor artístico pues, en realidad, la concretización formal de un personaje lo encarnará, sea o no comprobable históricamente. La reacción de los artistas que obtuvieron los primeros lugares entre noventa y ocho participantes, sin alcanzar ninguno el galardón mayor (Fernando Sal- días, Augusto Díaz Mori, Ángel Chávez y Milner Cajahuaringa), se advierte en la misma orientación que los historiadores de arte. En consecuencia, la determinación del aspecto posible del curaca cusqueño ha sido desde entonces fuente de controversia.

El presunto comentario de Franklin Pease, respecto a que el fallo debió “maquillarse” para que fuera convincente, remite a que el problema trascendía lo estético, al primar un preconcepto histórico referencial que no lo involucró. Milner Cajahuaringa lo expresó acertadamente, el artista trabaja en función de “una problemática plástica”, precisamente la que fue ajena a la convocatoria. Sin embargo, como consecuencia de ello, un hecho que Lituma destaca fue que desde entonces Tupac Amaru fue positivamente incorporado a la historia oficial del país.

La metodología de análisis estilístico formal aplicada en esta investigación tuvo el cuidado previo de localizar las piezas originales y rastrear aquellas que se les vincularon, entrevistando a los protagonistas y familiares para respaldar su interpretación. El estudio de los cuadros que comprende el corpus principal de esta investigación permite advertir una línea de reflexión centrada en los objetivos de la historia del arte, el lograr reconstruir la génesis de la creación plástica desde sus propios paradigmas. Debe por ello considerarse varios aspectos que contribuyen a dar origen a una obra de arte plástico en cualquier contexto, en este caso un encargo oficial. En las bases del concurso que dio inicio a este episodio se eludió señalar la idea precisa que lo convocaba, referirse a “expresión cabal y digna” y al objetivo de “perpetuar su imagen plástica [de Tupac Amaru]” es ambiguo, por tanto el cliente no instruyó a sus posibles proveedores acerca de la representación que aparentemente le estaba sirviendo de referencia, como tampoco de que su objetivo final era su aspiración de construir un sistema visual acorde con su plan gubernamental. Por tanto, la intención del gobierno militar por establecer una imagen que lo identificara y cuya carga ideológica respaldara con autoridad la pretensión revolucionaria que enarbolaba, entró en confrontación con el imaginario plástico de los artistas que, paradójicamente, fueron calificados por el jurado como los más cercanamente idóneos para ofrecerla al hacerlos merecedores de sendas Menciones Honrosas. El conflicto condenó a las cuatro piezas a espacios privados y destinos diversos.

Para cumplir el propósito para el que habían sido convocados, los pintores realizaron indagaciones históricas que les sirvieran de guía, pero no localizaron representaciones formales fehacientes del curaca, una laguna plástica que permanece hasta la actualidad. El problema histórico artístico que surgió entonces tuvo varios actores. El cliente, los artistas y el jurado calificador del concurso convocado en septiembre de 1971. El cliente tampoco señaló claramente el lugar al que estaría destinado el cuadro ganador, pero era evidente que lo tenía seleccionado e incluso que había concebido el aspecto que tendría. Los artistas, todos con formación académica, eran hábiles en su oficio, por tanto sus obras fueron el resultado de su experiencia. La condición de pie, por las medidas indicadas en las bases, estableció el formato vertical y la postura que debía seguir la figura central. La información histórica que localizaron indujo a cada cual a seleccionar la vestimenta que llevaría Tupac Amaru, así como los objetos que ayudarían a comprender su condición y a relevar sus acciones. Es- tos elementos estarían reforzados por sus características físicas así como por los factores significativos, codificados culturalmente, de sus gestos y actitudes, lo que conduciría al observador a reconstruir su personalidad a partir de la propuesta tendenciosa del emisor. Un ejemplo pue- de ser el mítico y atemporal Tupac Amaru del cuadro de Teodoro Nuñez Ureta (2005), cuyo admonitorio dedo índice se dirige firmemente hacia abajo y fuera del borde inferior izquierdo del marco, gesto que se refuerza con el puño fuertemente cerrado y la preocupación en su rostro (imagen Nº 60).

La obra de arte jamás es inocente, por tanto las versiones pictóricas y escultóricas que se muestran en este trabajo fueron resultado de otras tantas concepciones del personaje que los artistas in- tentaron que se estableciera como definitiva, y que fueron realizadas en ejercicio de su libertad creativa e ideológica. Las cuatro seleccionadas en el concurso de pintura se asemejan en los rasgos físicos genéricos que se supone caracterizaban a la nobleza inca en el siglo XVIII, sin embargo difieren en la selección de las di- versas actitudes que se desprenden del estudio de documentos históricos sobre las acciones de Tupac Amaru, no repiten gestos ni comparten vestuario, tampoco están próximos a los mismos objetos, ni comparten un entorno espacial similar, tampoco se sitúan del mismo modo res- pecto al plano. No transmiten el mismo carácter, por lo menos no con la misma intensidad y dirección. Cada una de estas piezas reflejó el sentido personal de la posición histórica y el aspecto que atribuían los pintores a Tupac Amaru. Ellos tradujeron su comprensión del personaje y se expresaron de acuerdo a las virtudes del lenguaje plástico que caracterizaba a cada uno, incluyendo los elementos iconográficos correspondientes a su in- tención. Observamos al rebelde de Tinta emergiendo de los lienzos, cada cual, sin embargo, representando otros tantos momentos distintos aunque sin traicionarlo, pues no puede negarse que fue protagonista posible de las propuestas presenta- das. Es Tupac Amaru, pero su condición estilística y carga ideológica difieren.

Fernando Saldías, con ejercicio limpio y dibujo preciso, apeló a su condición aristocrática mestiza, instruida y comprometida con el sustento legal de sus reclamos, lo que se deduce de la inclusión de libros, tintero, pluma y el documento que sostiene en la mano derecha. La figura está en un espacio controlado y divide el cuadro equilibradamente. La luz, que llega des- de el lado izquierdo, ilumina su rostro, la mano y el papel que sostiene, pero se concentra en la mitad inferior del cuadro que contiene los signos de su condición noble, destacando los objetos virreinales como la mesa, la silla y la alfombra de intensos tonos rojos que contrastan con su vestimenta satinada de corte hispano, complementada con el símbolo del sol en el pecho. Así logra resaltar la verticalidad y expresar autoridad. La mirada del personaje se dirige vagamente hacia el exterior del espacio pictórico, en actitud meditativa; mantiene una postura reflexiva, cercana al pensamiento y alejada de cualquier acción de confrontación. Si se considera la importancia de la imagen como reflejo, es significativo que, tal como se señala en el texto, esta sea la que se mantiene vi- gente en publicaciones de años recientes que aluden a Tupac Amaru.

El óleo de Augusto Díaz Mori se arriesga a ofrecer un poco más. Tupac Amaru se muestra de pie sobre una formación rocosa y su figura se recorta entre nubes y el cielo azul celeste. Al aire libre, usa una capa y vestimenta hispana en la que contrastan el amarillo, rojo, blanco y marrón. Inicialmente llevó tricornio, pero en la versión que permanece lo lleva descuidado en la mano izquierda. Tampoco mira al espectador sino hacia el exterior derecho del cuadro, aunque su expresión, con el entrecejo fruncido, denota preocupación y resolución. En este caso el pintor optó por la luz uniforme tanto en el ambiente como el valor de los tonos, lo que magnifica la figura y la resalta. Salvo el largo del cabello, no lleva ningún distintivo de su condición de noble indígena, aunque el conjunto de su figura transmite autoridad.

El momento siguiente lo ofreció Ángel Chávez. El artista imaginó un personaje decididamente combativo, con una honda roja tensada entre las manos. La figura ocupa el campo visual del cuadro y también describe un ligero movimiento de tensión corporal entre las extremidades inferiores, el torso y la cabeza; está enfrentada al viento y recortada sobre lejanas formaciones rocosas de las que surge la tropa que acompaña al caudillo en la acción. Viste de campaña con un medallón con la imagen del sol que destaca sobre el blanco de la camisa e, igual que en las otras versiones, dirige su mirada expectante y furiosa hacia el exterior superior derecho del cuadro. Su sombra proyectada, como los tonos que representan el cielo, aluden a horas de la tarde teñidas de una suave tonalidad rosa grisácea, lo que agrega dramatismo a la acción que está a punto de emprender. Es una figura dinámica, coherente con la in- tención que revela la expresión de su rostro, y el color y movimiento aplicado a la vestimenta que, como el cabello, reciben frontalmente la fuerza del viento.

La obra de Milner Cajahuaringa fue, aunque no totalmente, la que más se acerca al ideal ideológicamente imagina- do por el general Velasco Alvarado, y así fue aceptado en la época. Tupac Amaru es figurado como noble indígena, vestido con un uncu con tocapus en el que resalta un medallón de oro representando al sol. El personaje está de pie en una formación rocosa, recortado sobre un amplio paisaje orográfico, en el que se advierten elementos culturales incas en tonalidades azules, un cielo azul celeste y nubes de luz resplandeciente que señala apoteosis y triunfo. Su actitud resalta porque trans- mite autoridad, aplomo, decisión y orgullo. El cuerpo, en dirección distinta a la cabeza, y el gesto de las manos, denotan rebeldía contenida que se refuerza por el sentido en el cual el viento mueve su ca- bello. A diferencia de los otros tres óleos, mira hacia la sección inferior izquierda fuera del límite del marco, hacia una posible situación que sucede debajo, observa, reflexiona, decide. Los colores no marcan contrastes, de manera que puede interpretarse que hombre y paisaje natural y cultural forman una unidad complementaria, más aún por el dibujo claro y limpio. La luz lo ilumina desde la parte posterior izquierda, de manera que la sombra está proyectada adelante en el primer plano, hacia el espectador. Estos sutiles elementos plásticos llevan una fuerte carga significativa, transmiten justicia en el motivo de la rebeldía, seguridad, empoderamiento del entorno por coincidencia y autoridad, así como comunidad de objetivos con el espectador que, por el punto de vista, puede atribuirse estar cerca al caudillo.

La forma plástica posee en sí su pro- pio desenvolvimiento y su condición es resultado del pensamiento autónomo. El conjunto de los miembros del jurado y los pintores seleccionados estaban construyendo un personaje acorde con su percepción histórica del mismo. Cada artista utilizó un lenguaje plástico específico. Los elementos formales e iconográficos que pueden identificarse en cada una de las cuatro composiciones se orientan a establecer la figura definitiva de Tupac Amaru desde distintas posturas y orientaciones. La obra de arte se evidencia como un lenguaje no totalmente explícito pero altamente significativo, que permite al espectador interpretarla desde su percepción visual, emocional y crítica, e identificarse o rechazarla tal como se le ofrece. Aunque en las cuatro obras el espectador no abandona su condición, ya que la mi- rada de la figura central no lo involucra, en el cuadro de Cajahuaringa la postura y proximidad del personaje, así como la focalización, permiten la ilusión de una mayor aproximación.

Otro aspecto a considerar en el análisis está centrado en los protagonistas del controvertido fallo. El jurado, como observador crítico autorizado, no tomó la decisión final, permitió por negación que todas las versiones se instalaran como adecuadas, y privilegió la condición múltiple de Tupac Amaru al señalar que “ninguna de las obras presentadas logra encarnar la imagen arquetípica del héroe”, aunque tampoco ofreció alternativa y evadió mayores controversias otorgan- do Menciones Honrosas, lo que evidencia el conflicto interno que debió motivarlas. No puede aducirse que fue igualmente objetivo respecto al lenguaje plástico ofrecido porque lenguaje e iconografía debieron calificarse en coincidencia, y las piezas muestran cualidades que permiten aceptar que este aspecto no fue considerado, o fue de tan vario el criterio que se prefirió no resolver. Que algunos de sus miembros enfatizaran que “nadie logró apresar la imagen del héroe” y que “ninguna [pintura] había aprehendido la personalidad de Tupac Amaru”, puede inducir a pensar que se estaban refiriendo a un personaje previamente configurado en el imaginario personal, o que estaba próximo, que se instituía como contemporáneo, que podía ser confrontado con su representación, o que el jurado estuviera influido hacia una formalización que no compartía. Por ello es adecuado plantear la condición de “héroe” que menciona reiteradamente el documento final. Es considerada tal una figura que coincide con lo que la sociedad valora como idea- les con los que aspira ser identificada. Es- tos valores que busca que la reflejen los encarna en un personaje histórico que, por el efecto, adquiere también la condición de ficcional, al constituirse en un ideal personalizado. Esta construcción, a su vez, se convierte en modelo respecto a sus principios y acciones, los que son rescatados y puestos en vigencia. Las rebeldía y lucha del héroe por recuperar derechos conculcados se asume como propia en sus objetivos y en la identificación del opositor, con mayor intensidad si este héroe tuvo un destino trágico en manos de quienes le negaron sus reclamos, pues su recuperación tendrá carácter reivindicativo, a la vez que de respaldo del momento que lo convoca. La respuesta que esperaba el cliente tendría que haberse adecuado a un ideal complejo y formal- mente indeterminado.

Una reflexión adicional acerca de este hecho provoca otra respecto a la necesidad icónica que se identifica con las masas y que, coincidentemente, recogen los gobernantes. La urgencia por darle un rostro verosímil a un personaje casi mítico, parte de la vinculación imagen- contenido que históricamente ha conducido doctrinas religiosas y políticas, en el afán por encontrar puntos estratégicos de coincidencia con el observador/receptor en lo formal y en el ideario. El individuo no parece dispuesto a creer en lo invisible, en lo que no verifica empíricamente en la apariencia de un sujeto semejante.

Pero ese es un concepto que no coincide exactamente con el pensamiento andino y, paradójicamente, era su reivindicación la que se apelaba resaltar pretendiendo darle un rostro “cabal y digno” que, por último, era tributario del opresor, incluso en su representación ecuestre, aunque algunos elementos incorporados en las diversas composiciones remitieran al pasado Inca.

El interés de encargar el retrato de Tupac Amaru en los términos que se hizo, se puede comprender si se toma en consideración que el cliente tenía en mente algo diferente, antes que remitirse puntualmente a la exacta apariencia física del personaje. Su interés estaba centrado en conceptos morales, pues aunque el recuerdo infantil estuviera vinculado a una imagen posible, trascendía su intención pues, de acuerdo a los cuadros auspiciados directamente por el gobierno, lo que interesaba era resaltar pocos rasgos individuales, aquellos coincidentes que permitieran evocar la ideología particular que se reflejaría en un “retrato tipológico”, antes que imitativo. Por ello el espacio al que estaba destinado el retrato, una sala de uso frecuente y público, destacaba su presencia protectora que legitimaría las acciones que se produjeran. Obsérvese, además, que las imágenes que se instalaron no tenían valor estético, precisamente por- que en este tipo de encargo no se espera que el artista actúe por propia iniciativa, sino siguiendo un programa que en este caso debió suponerse que compartía. A diferencia del diseño de Ruiz Durand, que fue un esquema suficientemente flexible como para albergar diversos contenidos, la pintura de retrato no puede permitirse esta libertad. Determinadas ideas pueden ser transmitidas más fácilmente a través de una imagen de fácil comprensión y significativamente amplia. La historia  política y la historia religiosa están plenas de ellas utilizadas sistemáticamente y que suscitaron adherencias ideológicas durables, en la medida que las ideas que les dieron nacimiento lo fueran. La imagen gráfica de Tupac Amaru fue perfecta, por- que pudo ser utilizada en distintos sopor- tes, de variadas maneras y lugares, hasta parecer independizarse y cobrar vida representativa propia, como parece ser la alusión a sus elementos constitutivos básicos en el cuadro de Armando Villegas. La “imagen arquetípica” que final- mente se estableció surgió del imaginario histórico del gobernante, tanto como de su aceptación de la que, finalmente y sin mediar artista alguno, fue colocada en el Palacio de Gobierno, canalizando la aspiración del gobierno y sin considerar de manera alguna su calidad plástica. Esta re- presentación cumplió su rol iconográfico en cuanto a su contenido referencial y a partir de ella todas las que le sucedieron. Se convirtió en un asunto de Estado, en una figura difundida desde la estrategia del plan gubernamental en apoyo del discurso organizado y evidenció la condición política del arte, un rol que se inauguró desde el inicio mismo de la creación artística universal. La pertinencia de su aspecto en un sentido determinado, conllevó la expectativa de una respuesta específica, por ello fue importante que el resultado final tuviera la posibilidad de evocar hechos y acciones, ideas y actitudes, acordes al objetivo del gobierno, lograr la empatía de la sociedad peruana.

Este estudio ha contribuido a identificar el discurrir histórico de la creación y el pensamiento artísticos y a vincularlos con la historia en un engranaje que, en ese periodo, se amplió de la plástica a la escultura y la arquitectura que lo caracterizan. El libro de Leopoldo Lituma es un significativo aporte a la historia del arte peruano del siglo XX, mediante una aplicación metodológica que permite comprobar la importancia de la obra de arte como lenguaje significativo y en su devenir histórico así como en el momento en el que se produjo, y a destacar la trascendencia e impacto de la imagen como portadora de valores simbólico ideológicos, de los teórico plásticos de una época, y de la vinculación estrecha entre representación y vida.

Así, el pueblo peruano, aparentemente negado a identificarse solidariamente con una imagen común, pudo hacerlo cobijado bajo la sombra de Tupac Amaru, y por el tiempo de duró la circunstancia que lo impulsó (Martha Barriga Tello).


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