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"El concepto de indio en América: una categoría colonial" de Guillermo Bonfil Batalla (1972)
La definición de indio o indígena
(términos que en este ensayo se emplean indistintamente) no es una mera
preocupación académica ni un problema semántico. Por lo menos, no lo es en la
medida en que se reconozca que el término en cuestión designa una categoría
social específica y, por lo tanto, al definirla es imprescindible establecer su
ubicación dentro del contexto más amplio de la sociedad global de la que forma
parte. Y esto, a su vez, está preñado de consecuencias de todo orden, que
tienen que ver con aspectos teóricos y con problemas prácticos y políticos de
enorme importancia para los países que cuentan con población indígena.
En primer lugar, me propongo
revisar críticamente las principales definiciones que se han elaborado en torno
al indígena. En seguida, ofrezco mi propia concepción al respecto. Finalmente,
señalo algunas implicaciones de la posición que sustento [1].
Los intentos por definir al indio
El indio ha evadido
constantemente los intentos que se han hecho por definirlo. Una tras otra, las
definiciones formuladas son objeto de análisis y de confrontación con la
realidad, pruebas en las que siempre dejan ver su inconsistencia, su
parcialidad o su incapacidad para que en ellas quepa la gran variedad de
situaciones y de contenidos culturales que hoy caracterizan a los pueblos de
América que llamamos indígenas.
Algunos enfoques parecen haber
sido definitivamente superados. En general, cualquier intento por definir a la
población indígena de acuerdo con un solo criterio, se considera insuficiente.
El uso exclusivo de indicadores biológicos, conectado estrechamente con la
concepción del indio en términos raciales, resulta obsoleto dada la amplitud de
la miscigenación ocurrida entre poblaciones muy diversas –entre sí y dentro de
cada una de ellas–, lo que hace que en América todos resultemos mestizos. Sin
embargo, todavía en las últimas décadas se publicaron sesudos ensayos en los
que sus autores pretendían caracterizar biológicamente a los grupos indígenas,
o más aún, clamaban en contra de la confusión de la raza indígena con una clase
social, lo que «sólo lleva a tergiversaciones interesadas de las cosas y
dificulta la clara comprensión del problema, porque elimina, artificialmente,
uno de sus términos principales: el de raza, que juega en él un papel
preponderante» (Mendieta y Núñez, 1942: 67-68). En los Estados Unidos la
definición legal de indio incluye todavía consideraciones sobre el porcentaje
de sangre indígena de los individuos (Beale, 1955)[2].
El criterio lingüístico es el más
frecuentemente usado para las estimaciones censales de la población indígena.
Sin embargo, el uso de lenguas aborígenes no resulta tampoco un indicador
suficiente; un país como el Paraguay presenta un ejemplo extremo de la falta de
adecuación entre el sector de la población hablante de un idioma indígena y el
grupo social denominado indio, ya que el 80% de los paraguayos hablan el
guaraní y sólo el 2,6% de la población total es considerado indígena [3].
En general, en todos los países hay un sector de indios que no hablan la lengua
aborigen, así como un número de hablantes de esas lenguas que no son definidos
como indígenas. Ambas situaciones no se componen sólo de casos individuales
sino que pueden referirse a comunidades enteras.
La cultura, en el sentido
globalizante que se da a ese término en antropología, ha sido el criterio más
favorecido para basar en él la definición de indígena. Los indios, se dice,
participan de culturas diferentes de la Europa occidental, que es la cultura
dominante en las naciones americanas. «Son “indígenas” –afirma Comas (1953:
135-136)– quienes poseen predominio de características de cultura material y
espiritual peculiares y distintas de las que hemos dado en denominar “cultura
occidental o europea”». No se intenta definir cuál es la cultura indígena; se
la establece por contraste con la cultura dominante; a lo sumo, se indica que
aquélla tiene su punto de partida en las culturas precolombinas. Así, por
ejemplo, Gamio (1957: 337) escribió:
«Propiamente un indio es aquel
que además de hablar exclusivamente su lengua nativa, conserva en su
naturaleza, en su forma de vida y de pensar, numerosos rasgos culturales de sus
antecesores precolombinos y muy pocos rasgos culturales occidentales».
Y, por su parte, León-Portilla
(1966: 342) agrega: «en nuestro medio, cuando se pronuncia la palabra
“indígena”, se piensa fundamentalmente en el hombre prehispánico y en aquellos
de sus descendientes contemporáneos que menos fusión étnica y sobre todo
cultural tienen con gentes más tardíamente venidas de afuera».
En la bien conocida definición
que formuló Alfonso Caso[4]
se atiende al hecho de que en muchos grupos indígenas la proporción de
elementos de origen precolombino es ya mínima; por eso el autor indica que el
criterio cultural (uno de los cuatro que emplea; los otros tres son el
biológico, el lingüístico y el psicológico): «consiste en demostrar que un
grupo utiliza objetos, técnicas, ideas y creencias de origen indígena o de
origen europeo pero adoptadas, de grado o por fuerza, entre los indígenas, y que,
sin embargo, han desaparecido ya de la población blanca» (Caso, 1948: 245).
El contraste frente a la cultura
dominante queda a salvo: la cultura del grupo indígena podría estar
predominantemente compuesta de elementos de origen europeo; pero el hecho de
que tales rasgos ya no estén en vigor entre la población «blanca» permitiría
definirla como una cultura diferente. Lo que importa, según Caso, no es el
contenido específico de la cultura, ni la proporción de rasgos precolombinos
que contenga, sino el que siga siendo considerada cultura indígena y el que sus
portadores continúen sintiendo que forman parte de una comunidad indígena.
Volveré más adelante sobre este aspecto.
Quienes se sienten indios en
América, o son considerados tales, forman un conjunto demasiado disímil en cuyo
seno es fácil encontrar contrastes más violentos y situaciones más distantes
entre sí, que las que separan a ciertas poblaciones indígenas de sus vecinas
rurales que no caen dentro de aquella categoría. Si se piensa, por ejemplo, que
hay todavía grupos cazadores y recolectores en la cuenca amazónica que
permanecen casi sin contacto con la población nacional, y si se compara su
situación y su cultura con las de los zapotecos del Istmo de Tehuantepec, se
estará de acuerdo en que, aunque ambos se sintiesen pertenecer a una comunidad
indígena –o más bien, aunque a ambos les adscribamos la calidad de indios–, esa
identidad nos resulta de escaso valor heurístico y es, por sí misma, incapaz de
explicarnos la diferente condición de los dos grupos ni las razones para
agruparlos en la misma categoría.
Ante la situación descrita,
algunos antropólogos plantearon la imposibilidad de llegar a una definición
universalmente válida del indio. Pedro Carrasco, por ejemplo, señalaba dos
alternativas: o se trataba de una definición arbitraria, escogida por el
investigador en función del problema específico que desea estudiar –y por lo
tanto, de valor sólo en términos de esa investigación particular–, o se
reconocía que el indio es una categoría social peculiar de ciertos sistemas
sociales y se estudiaba objetivamente en cada uno de ellos, sin pretender darle
a esa categoría un rango más amplio que el que tenga en la sociedad concreta de
que se trate. «El concepto de indio –concluye Carrasco (1951: 111)– varía en su
contenido real en las diferentes regiones, y no hay definición que sea válida
dondequiera». Por otro lado, se llegó hasta a negar el indio y a tachar de
discriminadora a la política indigenista (de la Fuente, 1947a).
El debate sobre la definición de
indio llegó a su clímax al mediar la década de los cuarenta [5].
Por esos mismos años cobró auge una corriente de opinión que pugnaba por una
definición funcional y utilitaria, al margen del academicismo que ya sonaba
bizantino, y destinada únicamente a delimitar de manera convincente cuáles
debían ser los sectores de la población que serían objeto de una política especial:
la política indigenista [6].
La condición de indio resultaba, dentro de esta nueva perspectiva, una cuestión
de grado: los indios estaban peor equipados que otros grupos para la
convivencia dentro de la sociedad dominante, por lo que resultaban ser el
sector más explotado; la indianidad se identificaba con un núcleo de costumbres
rústicas y con el retraso, y era algo que se podía y se debía eliminar (de la
Fuente, 1947b). Esta corriente continúa hasta nuestros días y encuentra su
expresión más desarrollada en la obra reciente de Ricardo e Isabel Pozas,
quienes señalan:
«Se denomina indios o indígenas a
los descendientes de los habitantes nativos de América –a quienes los
descubridores españoles, por creer que habían llegado a las Indias, llamaron
indios– que conservan algunas características de sus antepasados en virtud de
las cuales se hallan situados económica y socialmente en un plano de
inferioridad frente al resto de la población, y que, ordinariamente, se
distinguen por hablar las lenguas de sus antepasados, hecho que determina el
que éstas también sean llamadas lenguas indígenas», y prosiguen más adelante:
«Fundamentalmente, la calidad de
indio la da el hecho de que el sujeto así denominado es el hombre de más fácil
explotación económica dentro del sistema, lo demás, aunque también distintivo y
retardador, es secundario» (Pozas, 1971: 11 y 16). Darcy Ribeiro (1971) también
explora este camino y considera la indianidad como una forma de desajuste
frente a la sociedad nacional.
El indio como categoría colonial
De lo expuesto anteriormente se
concluye que la definición de indio no puede basarse en el análisis de las
particularidades propias de cada grupo; las sociedades y las culturas llamadas
indígenas presentan un espectro de variación y contraste tan amplio que ninguna
definición a partir de sus características internas puede incorporarlas a
todas, so pena de perder cualquier valor heurístico. La categoría de indio, en
efecto, es una categoría supraétnica que no denota ningún contenido específico
de los grupos que abarca, sino una particular relación entre ellos y otros
sectores del sistema social global del que los indios forman parte. La
categoría de indio denota la condición de colonizado y hace referencia
necesaria a la relación colonial.
El indio nace cuando Colón toma
posesión de la isla Hispaniola a nombre de los Reyes Católicos. Antes del
descubrimiento europeo la población del Continente Americano estaba formada por
una gran cantidad de sociedades diferentes, cada una con su propia identidad,
que se hallaban en grados distintos de desarrollo evolutivo: desde las altas
civilizaciones de Mesoamérica y los Andes, hasta las bandas recolectoras de la
floresta amazónica. Aunque había procesos de expansión de los pueblos más
avanzados (incas y mexicas, por ejemplo) y se habían consolidado ya vastos
dominios políticamente unificados, las sociedades prehispánicas presentaban un
abigarrado mosaico de diversidades, contrastes y conflictos en todos los
órdenes. No había «indios» ni concepto alguno que calificara de manera uniforme
a toda la población del Continente [7].
Esa gran diversidad interna queda
anulada desde el momento mismo en que se inicia el proceso de conquista: las
poblaciones prehispánicas van a ver enmascarada su especificidad histórica y se
van a convertir, dentro del nuevo orden colonial, en un ser plural y uniforme:
el indio/los indios. La denominación exacta varió durante los primeros tiempos
de la colonia; se habló de «naturales» antes de que el error geográfico
volviera por sus fueros históricos y se impusiera el término de indios. Pero, a
fin de cuentas, lo que importa es que la estructura de dominio colonial impuso
un término diferencial para identificar y marcar al colonizado.
Esa categoría colonial (los
indios) se aplicó indiscriminadamente a toda la población aborigen, sin tomar
en cuenta ninguna de las profundas diferencias que separaban a los distintos
pueblos y sin hacer concesión a las identidades preexistentes. Tal actitud
generalizante la comparten necesariamente todos los sectores del mundo
colonizador y se ejemplifica bien en los testimonios que revelan la mentalidad
de los misioneros: para ellos, los indios eran infieles, gentiles, idólatras y
herejes. No cabe en esta visión ningún esfuerzo por hacer distinciones entre
las diversas religiones prehispánicas; lo que importa es el contraste, la
relación excluyente frente a la religión del conquistador. Así, todos los
pueblos aborígenes quedan equiparados, porque lo que cuenta es la relación de
dominio colonial en la que sólo caben dos polos antagónicos, excluyentes y
necesarios: el dominador y el dominado, el superior y el inferior, la verdad y
el error.
En el orden colonial el indio es
el vencido, el colonizado. Todos los dominados, real o potencialmente, son
indios: los incas y los piles, los labradores y los cazadores, los nómadas y
los sedentarios, los guerreros y los sacerdotes; los que ya están sojuzgados y
los que habitan más allá de la frontera colonial, siempre en expansión; los
próximos, los conocidos sólo por referencias y los que apenas se imaginan o se
intuyen. De una sola vez, al mismo tiempo, todos los habitantes del mundo
americano precolonial entran en la historia europea ocupando un mismo sitio y
designados con un mismo término: nace el indio, y su gran madre y comadrona es
el dominio colonial.
La consolidación paulatina del
régimen colonial va haciendo explícito el contenido de la categoría indio dentro
del sistema. La colonia disloca el orden previo y va estructurando uno nuevo
que se vertebra jerárquicamente y descansa en la explotación del sector recién
inventado: el indio. El colonizador se apropia paulatinamente de las tierras
que requiere; somete, organiza y explota la mano de obra de los indios; inicia
nuevas empresas coloniales siempre fundadas en la disponibilidad de indios;
establece un orden legal para regular –y sobre todo para garantizar– el dominio
colonial; modifica compulsivamente la organización social y los sistemas
culturales de los pueblos dominados, en la medida en que tales alteraciones son
requeridas para el establecimiento, la consolidación y el crecimiento del orden
colonial.
Como toda estructura colonial, el
mundo euroamericano es un mundo escindido, bipolar. El orden jerárquico admite
aquí sólo dos instancias; el colonizador y el colonizado. La racionalización
correspondiente postula la supremacía del colonizador en base a la superioridad
de su raza o de su civilización. La situación colonial implica, como lo ha
señalado Georges Balandier (1951; 1955), un verdadero choque de civilizaciones.
La diferencia cultural entre colonizador y colonizado no es un mero añadido al
sistema de dominio colonial sino un elemento estructural indispensable. De ahí,
precisamente, que sea ésa la única distinción cultural que cuenta (y aquí, al
decir cultural, se abarcan también distinciones raciales reales o sólo
postuladas) y que es preciso asumir y remarcar: no importa cuán diferentes sean
entre sí los colonizados, lo que verdaderamente importa es que sean diferentes
del colonizador. Por eso son indios, genéricamente.
¿Cómo entender dentro de este
contexto el proceso del mestizaje?, ¿no es evidente que la presencia misma del
mestizo anula el planteamiento anterior, es decir, la estructura bipolar del
régimen colonial? Cabe recordar, en primer término, la distinción entre el
mestizaje biológico y la categoría social de mestizo; aquí he de referirme a
esta última, sin desconocer que el mestizo es, a la vez que un segmento de la
sociedad colonial, un producto de la mezcla biológica entre colonizadores y
colonizados, pero entendiendo que además de los catalogados socialmente como
mestizos, hubo también los frutos de una amplia miscigenación que permanecieron
adscritos a la población indígena y, seguramente, también a la criolla.
El régimen colonial
iberoamericano demandaba una capa social capaz de desempeñar una serie de
tareas (administrativas, de servicios, de mediación o de mediatización) que la
población netamente colonizadora –es decir, los españoles peninsulares y los
criollos– no bastaba para cubrir. El funcionamiento de una empresa colonial en
expansión y crecientemente compleja creaba día tras día nuevas funciones que no
podían ser desempeñadas por el grupo dominante, pero que, al mismo tiempo, no
podían ponerse en manos de la población colonizada, ya que correspondían, en
mayor o menor grado, a la estructura de dominio. Los mestizos, como categoría
social, como sector diferente de la población indígena fueron el expediente
adecuado del que el sistema colonial echó mano para satisfacer esa carencia.
Sobre este grupo se ejerció una
intensa acción aculturativa que dio por resultado su desarraigo del sector
colonizado (que en general coincidía con su filiación materna); a ellos se
destinó legalmente una serie de ocupaciones distintas de las admitidas para el
indio; se les concedieron privilegios que los enfrentaban con los indios y, en
fin, se les asignó un estatuto social diferente y superior al que ocupaba el
colonizado, aunque también subordinado a la capa colonizadora estrictamente
definida. En otras palabras, los mestizos pueden verse como un sector de origen
colonizado que el aparato colonial cooptó para incorporarlo a la sociedad
colonizadora, asignándole dentro de ella una posición subordinada. Visto así,
el mestizo no es un enlace, un puente, ni una capa intermedia entre
colonizadores y colonizados, sino un segmento particular del mundo colonizador,
cuya emergencia responde a necesidades específicas del régimen dominante.
Otra es la condición del negro
dentro de la estructura colonial. El forma la segunda categoría del mundo
colonizado y en eso se identifica con el indio. Pero representa una fuerza de
trabajo complementaria o supletoria a la de la masa colonizada; se le destina a
tareas diferentes –en general, a empresas coloniales que no tenían equivalente
en las culturas prehispánicas–; se le adjudica un estatuto inferior al del
indio; es el esclavo que se adquiere por compra, cuya humanidad se niega más
empecinadamente y durante más largo tiempo que al indio, es decir, se le
reifica en mayor grado. Su importancia será variable en las distintas colonias
americanas, en función del monto y las condiciones de la población aborigen en
las diversas áreas: en unas será sólo un suplemento comparativamente
restringido, en otras se convertirá en la masa fundamental de los colonizados.
En consecuencia, marcará con diferente intensidad a los regímenes coloniales y
teñirá en diverso grado las características de las futuras naciones americanas.
Por otra parte, en el tratamiento
a la población de origen africano se pueden hallar muchos elementos semejantes
a los que definen la condición del indio como colonizado, sólo que
frecuentemente acentuados por el régimen de esclavitud; así, por ejemplo, la
«marca del plural»[8]: la
falta de discriminación en cuanto a sus orígenes y filiaciones étnicas, la
negación de su individualidad, el englobamiento dentro de una sola y misma
categoría (el negro/los negros). «Negro» e «indio» son, en resumen, las dos
categorías que designan al colonizado en América.
Los dos segmentos que forman la
sociedad colonial se definen por su relación asimétrica y tal asimetría se
manifiesta en todos los órdenes de la vida y conforma, en consecuencia, una
situación total. Dentro de ella, el indio es el colonizado y, como tal, sólo
puede entenderse por la relación de dominio a que lo somete el colonizador. En
el proceso de producción, en el orden jurídico, en el contacto social
cotidiano, en las representaciones colectivas y en los estereotipos de los dos
grupos se expresa siempre la diferenciación y la posición jerarquizada de
ambos: el amo y el esclavo, el dominador y el dominado.
La invención del indio, o lo que
es lo mismo, la implantación del régimen colonial en América, significa un
rompimiento total con el pasado precolombino. No importa cuán abundantes y
significativas puedan ser las evidencias de continuidad, de persistencia de
elementos culturales entre la población aborigen, lo cierto es que el indio
nace entonces y con él la cultura indígena: la cultura del colonizado que sólo
resulta inteligible como parte de la situación colonial. Todos los rasgos de
las culturas prehispánicas vigentes en el momento del contacto, adquieren a
partir de entonces un nuevo significado: ya no son más ellos mismos, sino
partes del sistema mayor que abarca también a la cultura de conquista. Así como
ésta no puede entenderse como un simple trasplante de Europa a América –como lo
ha mostrado Foster (1960)– así tampoco es posible entender la cultura indígena
como una perpetuación de las culturas originales durante el periodo colonial.
Pero menos aún en el caso de la
cultura indígena, porque la cultura de conquista es la del grupo dominante en
tanto que aquélla es la de los pueblos sojuzgados; la primera se modifica para
adaptarse a un ambiente nuevo, pero su cultura madre, de la que pretende ser
una expresión transterrada permanece autónoma y ofrece un marco de referencia
vigente, en tanto que la cultura indígena se ve alterada compulsivamente, se
mutila, queda impedida de cualquier desarrollo autónomo, al mismo tiempo que
sus pautas de referencia originales pierden aceleradamente vigencia y se opacan
en el pasado para transformarse paulatinamente en mito o en nada.
Aunque la situación colonial
homogeiniza a los pueblos dominados y los engloba dentro de una misma
categoría; aunque, en mucho, el proceso de aculturación compulsiva al servicio
de los intereses coloniales impone pautas idénticas y apunta hacia una
igualación efectiva en algunos sectores de las culturas originales, no puede
concluirse de esto que el proceso colonial hiciera tabla rasa de las
diferencias preexistentes entre las sociedades sojuzgadas. Esto acontece así
por razones de dos órdenes: primero, porque el efecto final de la aculturación
compulsiva no sólo depende de la intención colonizadora sino también de la
matriz cultural previa en la que habrán de darse los cambios; segundo, porque
está dentro de las necesidades del orden colonial el impedir una cohesión
creciente dentro del sector colonizado.
Es innegable que el efecto de la
política colonial –que a cierto nivel puede considerarse unívoca– no fue el
mismo en todas las poblaciones aborígenes sometidas a una misma potencia
colonial. La diversidad de los resultados concretos obedeció a un complejo
entrelazamiento de causas diferentes, pero entre ellas tienen un peso de
singular importancia las condiciones particulares de cada sociedad colonizada.
Un campo en el que es patente ese proceso diferencial, es el de los resultados de
la evangelización. Aquí, el trasfondo religioso particular de cada grupo fue un
factor de indudable importancia y su efecto se manifiesta en los fenómenos
comúnmente designados como sincréticos. En otros aspectos, piénsese sólo en los
resultados de la política de reducción y congregación, y en los problemas
variadísimos que presentaron los diversos grupos de acuerdo con su peculiar
organización social y su específico sistema de producción.
Por otra parte, fueron muchas y
de distinto orden las medidas adoptadas por el régimen colonial para fragmentar
las lealtades previas y obstruir el paso al surgimiento de otras nuevas y más
amplias entre los colonizados. Como tendencia general podría señalarse la
reorganización y el reforzamiento de la estructura de la comunidad local con su
consecuente identidad parroquial, limitada a sus propios términos en virtud de
su estructura de poder que reducía al mínimo la posibilidad de comunicación
horizontal y aislaba a cada unidad local, mediatizando todos sus canales de comunicación
en una primera instancia de poder controlada ya directamente por el aparato
colonial.
En otras palabras, cada unidad
local indígena podría manejar hasta cierto punto sus asuntos internos, incluso
mediante autoridades propias, pero la conexión con otras comunidades no podía
hacerla directamente (horizontalmente) sino a través de funcionarios superiores
que eran parte del sector colonizador. Aunados a esa estructura arborescente, y
reforzándola, se multiplicaban los motivos artificiales de conflicto entre
comunidades vecinas (por tierras y aguas, casi siempre) con lo que se ponía un
dique más a la posibilidad de solidaridad entre los colonizados. El estudio de
Fernando Fuenzalida (1970) sobre la matriz colonial de las comunidades
tradicionales en el altiplano andino aporta un ejemplo excelente de ese
proceso.
En resumen, las culturas
aborígenes sufren el efecto de la situación colonial integrando en su seno los
resultados de tendencias aparentemente contradictorias pero que son
consecuentes y explicables dentro del contexto colonial. Por una parte, se
modifican en sentido convergente para ajustarse a la situación que las iguala
dentro del sistema: la de culturas colonizadas; por la otra, se particularizan
al asimilar en forma diferencial las medidas aculturativas uniformes, en
función de su matriz cultural específica, al mismo tiempo que las unidades
étnicas mayores se fragmentan y se reorganizan en sociedades locales que
responden a la estructura de dominio dentro del régimen colonial.
Dentro del sistema total el
colonizado es uno y plural (el indio/los indios), forma una sola categoría que
engloba y uniformiza al sector dominado; internamente, se disgrega en múltiples
unidades locales que debilitan las antiguas lealtades enfatizando la identidad
parroquial. Podría afirmarse, con Luis Beltrán (1969), que la sociedad colonial
es dual en su estructura básica y plural en el sector colonizado.
Para concluir esta argumentación
cabe repetir sus postulados iniciales: el término indio puede traducirse por
colonizado y, en consecuencia, denota al sector que está sojuzgado en todos los
órdenes dentro de una estructura de dominación que implica la existencia de dos
grupos cuyas características étnicas difieren, y en el cual la cultura del
grupo dominante (el colonizador) se postula como superior. El indio es una
categoría supraétnica producto del sistema colonial, y sólo como tal puede
entenderse.
Los indios en la América de hoy
La quiebra del imperio colonial
europeo en América debía colocar al indio en una nueva situación. Los aspectos
puramente formales de este problema los atacaron algunos libertadores desde el
momento mismo de la independencia. Así, por ejemplo, San Martín ordenaba en su
decreto del 27 de agosto de 1821: «En adelante no se denominarán los aborígenes
Indios o Naturales; ellos son hijos y ciudadanos del Perú y con el nombre de
“Peruanos” deben ser conocidos» (citado por Alejandro Lipschutz, 1956: 77). Por
desgracia, la desaparición del indio no se reducía a un simple cambio de
nombre. La estructura social de las naciones recién inauguradas conservó, en
términos generales, el mismo orden interno instaurado durante los tres siglos
anteriores y, en consecuencia, los indios continuaron como una categoría social
que denotaba al sector dominado bajo formas coloniales, ahora en el seno de
países políticamente independientes.
Más todavía: muchos pueblos
aborígenes se mantuvieron hasta mediados del siglo XIX en un estado de virtual
independencia, ocupando enormes áreas que la sociedad colonial no había
requerido, o no había podido incorporar efectivamente. Los países
independientes habrían de sustentar en la explotación de esos territorios su
economía nacional, atendiendo al desgajamiento de los antiguos imperios
coloniales y a la necesidad de reorientar sus empresas económicas en un
contexto nuevo en el que se debían vincular con la economía mundial de forma
diferente a la que caracterizó a las colonias. Dos casos, entre muchos otros,
muestran con toda claridad esta situación. En primer lugar, la conquista del Oeste
en Norteamérica: un proceso por el que una enorme extensión territorial que
había permanecido sólo nominalmente adjudicada a las metrópolis española e
inglesa, pero que de hecho permanecía ocupada por una gran cantidad de grupos
aborígenes autónomos y beligerantes, pasa a formar parte real de las nuevas
naciones, las cuales, para dominarlo, no sólo habrán de luchar contra los
indios sino entre ellas mismas.
El segundo caso es el de la
conquista del desierto, como se denominó la expansión argentina hacia el sur,
ocupando la pampa y la Patagonia que durante la época colonial fueron tan sólo
tierra de indios. En ambos ejemplos es patente que la independencia y la
formación de las naciones americanas repercutió en un nuevo impulso a la
expansión territorial; pero lo que es más importante: la actitud «nacional»
ante esa expansión, la actitud hacia los indios que ocupaban las tierras por
conquistar, fue precisamente una actitud de conquista, que en nada se
distinguía de la que caracterizó a los colonizadores europeos de los siglos XVI
a XVIII. La más superficial lectura de los documentos de la época revela
similitudes sorprendentes con los clásicos cronistas de la conquista. El indio
sigue apareciendo en ellos con las mismas características que tenía en el siglo
XVI, a los ojos asombrados de los primeros expedicionarios: los mismos
estereotipos, los mismos prejuicios, consolidados por más de 300 años de
régimen colonial que, como anoté ya, exigía esas imágenes para racionalizar el
orden de dominio y explotación imperante.
Y el proceso sigue aún. Millones
de kilómetros cuadrados de la gran cuenca amazónica son todavía, para cualquier
efecto práctico, tierra ignota habitada sólo por indios –o, como se dice más
frecuentemente y muy reveladoramente: tierra deshabitada. Brasil y los demás
países que con él comparten ese enorme territorio imaginan la porción que las
corresponde de manera muy semejante a como en los albores de la colonia se
imaginó Eldorado y las ciudades de Cíbola. Los frentes de expansión de las sociedades
nacionales mordisquean incesantemente los límites de la que todavía hoy se
llama «frontera de la civilización»; son los nuevos territorios de conquista y,
en tal condición, los indios que los habitan son nuestros enemigos –por más que
las legislaciones respectivas los declaren ciudadanos de tal o cual país. El
tiempo se detuvo: al indio hay que dominarlo, «civilizarlo», cristianizarlo;
cualquier resistencia suya, real o imaginada, justifica el genocidio –etapa
extrema del etnocidio constante. El apetito de tierra es insaciable –y en
América, la tierra tiene indios.
Los ejemplos anotados
corresponden ya a la vida independiente de las naciones americanas. Porque son
casos extremos, situaciones-límite, muestran con mayor claridad que otros que
la presencia del indio indica persistencia de la situación colonial. Indio y
situación colonial son, aquí, términos inseparables y cada uno conlleva al
otro.
Confío en que haya quedado
suficientemente claro que la categoría de indio o indígena es un producto
necesario del sistema colonial en América. Es, evidentemente, una categoría
supraétnica que abarca indiscriminadamente a una serie de contingentes de
diversa filiación histórica cuya única referencia común es la de estar
destinados a ocupar, dentro del orden colonial, la posición subordinada que
corresponde al colonizado. El problema consistiría en definir si la
persistencia de la categoría social indio corresponde efectivamente a la
persistencia de una situación colonial, o si debe entenderse como un remanente
que ya no está sustentado por el orden social –colonial– que le dio origen[9].
No es ahora el momento para
entrar de lleno y a fondo en la compleja polémica que se ha desatado en América
Latina en torno a conceptos tales como colonialismo interno, sociedad dual o
plural, marginalidad y otros del mismo tenor; pero sin duda, el tema que he
discutido toca de manera directa esa problemática y es necesario apuntar
expresamente sus principales implicaciones al respecto.
Me parece que la documentación
etnográfica disponible –aunque tal literatura, por desgracia, haya sido con
frecuencia completamente ciega a ese tipo de problemas– es abundante en
indicios sobre la manera en que las sociedades indígenas se vertebran dentro de
las sociedades nacionales, y que el cuadro que paulatinamente nos revelan, a
pesar de ser fragmentario y desdibujado, nos permite apreciar un tipo de
relaciones cuya naturaleza colonial es evidente.
El carácter colonial de estas
relaciones no implica que sean relaciones precapitalistas, o que no correspondan
a un orden en que el modo de producción dominante sea el capitalismo. De hecho,
el colonialismo de los tiempos modernos, a partir de la era de los grandes
descubrimientos que abrieron el camino para la expansión europea, es un
resultado del capitalismo y ha acompañado a este modo de producción a través de
sus diversas etapas. En otras palabras: las relaciones coloniales (sean
internas o externas), no sólo no son incompatibles ni están en contradicción
con el modo de producción capitalista, sino que no pueden entenderse más que
como un producto del régimen capitalista.
Ahora bien, no todas las
relaciones de producción dentro del orden capitalista son relaciones
coloniales, ni se puede identificar, en consecuencia, relación colonial con
relación capitalista. Lo que define específicamente a una situación colonial –y
en esto trato de seguir las ideas de Georges Balandier (1951)– es el hecho de
que es una situación total que involucra necesariamente a dos grupos étnicos
diferentes, uno de los cuales, portador de una civilización con una tecnología
de dominio más avanzada, se impone sobre el otro en todos los órdenes y
justifica y racionaliza ese dominio en nombre de una superioridad racial,
étnica o cultural dogmáticamente afirmada. Así entendida, la relación colonial
es una categoría a nivel diferente de la de modo de producción.
Volviendo ahora a la reflexión
sobre la situación de las poblaciones indígenas, cabría señalar, entonces, que
la vinculación de éstas con el resto de la sociedad nacional se puede postular
como una relación colonial, sin que esto niegue la naturaleza capitalista
(dependiente) que caracteriza todavía a la estructura económica de las naciones
latinoamericanas en las que existe población indígena. La situación que
subsiste en las regiones indígenas y en los frentes de contacto (o de fricción,
como aclara Cardoso de Oliveira, 1962) entre sociedades nativas y agentes de
las sociedades nacionales, conformaría una situación colonial.
Los indicios de tal situación
colonial son abundantes en la literatura antropológica, y no cabe en los
límites de este artículo ningún intento serio de documentarlos
sistemáticamente; pero el lector familiarizado con estos temas podrá recordar
con facilidad el contexto de discriminación que predomina en esas áreas, la
gran variedad de formas de dominio político e ideológico y de explotación
económica que se dan dentro de él en beneficio inmediato de la minoría
no-india, así como el papel que juegan las diferencias socio-culturales entre
la población indígena y la nacional [10].
El contraste entre ese tipo de relaciones y las que podemos llamar propiamente
capitalistas, no está en que en las primeras no conlleven una forma de
explotación económica en beneficio de la burguesía nacional y/o internacional,
sino en la manera en que tal explotación se efectúa, y en que demanda un
contexto socio-cultural con características peculiares que, a la vez, hace posible
la explotación colonial [11].
El papel que desempeñan los
sectores indígenas dentro de las estructuras nacionales es un tema a analizar,
pero lo que me parece claro es que su caracterización no se agota –y sí, en
cambio, se obscurece– cuando en un exceso de simplificación se pretende
encasillarlos bajo rubros como el de proletarios o ejército de reserva industrial.
A este respecto, el estudio de José Nun (1969) sobre la marginalidad en América
Latina es, en mi opinión, un buen ejemplo del tipo de análisis que exige esta
problemática.
Indios y etnias
La conceptualización del indio
como una categoría social de la situación colonial en América conlleva una
serie de implicaciones de gran importancia, de entre las cuales sólo voy a
referirme aquí a una: la distinción entre indios y etnias. La categoría indio o
indígena es una categoría analítica que nos permite entender la posición que
ocupa el sector de la población así designado dentro del sistema social mayor
del que forma parte: define al grupo sometido a una relación de dominio
colonial y, en consecuencia, es una categoría capaz de dar cuenta de un proceso
(el proceso colonial) y no sólo de una situación estática.
Al comprender al indio como
colonizado, lo aprehendemos como un fenómeno histórico, cuyo origen y
persistencia están determinados por la emergencia y continuidad de un orden
colonial. En consecuencia, la categoría indio implica necesariamente su
opuesta: la de colonizador. El indio se revela como un polo de una relación
dialéctica, y sólo visto así resulta comprensible. El indio no existe por sí
mismo sino como una parte de una dicotomía contradictoria cuya superación –la
liberación del colonizado– significa la desaparición del propio indio.
La etnia, como categoría
aplicable para identificar unidades socio-culturales específicas resulta ser
una categoría de orden más descriptivo que analítico. En efecto, si hablamos de
sioux, tarahumaras, aymaras o tobas, hacemos referencia a las características
distintivas de cada uno de esos grupos y no a su posición dentro de las
sociedades globales de las que forman parte; estamos nombrando entidades
históricas que alguna vez fueron autónomas, hoy están colonizadas y en el
futuro se habrán liberado. Sin que el paso de una condición a otra las haga
necesariamente desaparecer, porque no se definen por una relación de dominio
–como el indio– sino por la continuidad de su trayectoria histórica como grupos
con una identidad propia y distintiva. La identidad étnica, por supuesto, no es
una condición puramente subjetiva sino el resultado de procesos históricos
específicos que dotan al grupo de un pasado común y de una serie de formas de
relación y códigos de comunicación que sirven de fundamento para la persistencia
de su identidad étnica.
Es evidente que las etnias
sometidas han sufrido los efectos de la situación colonial. Muchos grupos
desaparecieron a lo largo de cuatro y medio siglos de colonización; otros están
en vías de extinción. Buen número de etnias se han fragmentado como resultado
del mismo proceso. En mayor o menor grado la cultura indígena –es decir, la
cultura del colonizado– ha substituido con elementos comunes lo que antes
fueron rasgos distintivos particulares, reduciendo así la base étnica distintiva
pero ampliando el fundamento de la identidad común del colonizado. La
liberación del colonizado –la quiebra del orden colonial– significa la
desaparición del indio; pero la desaparición del indio no implica la supresión
de las entidades étnicas, sino al contrario: abre la posibilidad para que
vuelvan a tomar en sus manos el hilo de su historia y se conviertan de nuevo en
conductoras de su propio destino.
Ya hay ejemplos que apuntan en la
dirección señalada. Julio de la Fuente reporta en uno de sus trabajos (de la
Fuente, 1947b) que los zapotecos del Istmo de Tehuantepec rechazan la
denominación de indios, pero no la de zapotecos ni la de tehuanos. Al parecer,
se ha roto en esa región la estructura de dominio colonial y ello ha dado lugar
al surgimiento de una identidad étnica regional desligada de la categoría
indígena. En otros casos no ha persistido la denominación étnica, aunque
subsista una organización cultural distintiva; tal sería la situación en la
ciudad de Cholula y en el área aledaña «mestiza» [12].
Las condiciones que determinan la persistencia de una identidad étnica
específica, o su transformación en una conciencia regional distintiva –una vez
roto el vínculo colonial– serían uno de los problemas a estudiar dentro de la
perspectiva que aquí se ha propuesto.
Este planteamiento se relaciona
de manera clara e ineludible con la política indigenista. En primer término,
porque al no haber hecho ésta una distinción clara entre indios y etnias ha
caído en la confusión de proponerse como meta la desaparición de las etnias y
no de los indios –es decir: del orden colonial. Al no reconocer que el problema
indígena reside en las relaciones de dominio que sojuzgan a los pueblos
colonizados, el indigenismo ha derivado generalmente –en la teoría, pero sobre todo
en la práctica– en el planteamiento de líneas de acción que buscan la
transformación inducida –y a veces compulsiva– de las culturas étnicas, en vez
de la quiebra de las estructuras de dominio.
Para la solución del problema, la
política indigenista plantea como condición implícita y previa la desaparición
de las etnias –cuando, como hemos visto, la desaparición del indio obedecerá a
un proceso que es ajeno a los que determinarán la disolución o el reforzamiento
de las entidades étnicas. El indigenismo, en fin, parece considerar que el
pluralismo cultural es un obstáculo para la consolidación nacional; en
realidad, no es la pluralidad étnica lo que entorpece la forja nacional, sino
la naturaleza de las relaciones que vinculan a los diversos grupos, y en el
caso indígena, la situación colonial que le da origen.
Fuente: Publicada en Anales de
Antropología -Revista del Instituto de Investigaciones antropológicas UNAM Vol
9 (1972) > Bonfil Batalla ISSN (impresa): 0185-1225
Notas
Bibliografía citada
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H. de Pozas 1971. – Los Indios en las clases sociales de México. - México:
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Interamericano 1949. – «Acta final del Segundo Congreso Indigenista
Interamericano, celebrado en Cuzco, Perú, del 24 de junio al 4 de julio de
1949». - In: Actas finales de los tres primeros Congresos Indigenistas
Interamericanos. - Ciudad de Guatemala: Publicaciones del Comité Organizador
del IV Congreso Indigenista Interamericano, mayo 1959, p. 75-125
[1]
La elaboración de este esquema se vio constantemente estimulada por las
discusiones que el autor sostuvo sobre tales temas en los seminarios que
dirigió en el Museo Nacional de Rio de Janeiro, Brasil (1970), en la
Universidad Nacional Autónoma de México y en la Universidad Ibero-Americana
(1971), así como en el Coloquio sobre fricciones interétnicas en América del
Sur, celebrado en Barbados, en febrero de 1971.
[2]
Conviene añadir que los recientes movimientos indígenas en ese país han hecho
uso frecuente del concepto de raza para designarse a sí mismos.
[3]
El dato sobre hablantes de guaraní procede de A. Borgognon (1968); el
porcentaje de población indígena es una estimación del Anuario Indigenista
(1962), donde se calcula un total de 64 mil indios en el Paraguay.
[4]
. «Es indio –dice– todo individuo que se siente pertenecer a una comunidad
indígena; que se concibe a sí mismo como indígena, porque esta conciencia de
grupo no puede existir sino cuando se acepta totalmente la cultura del grupo;
cuando se tienen los mismos ideales éticos, estéticos, sociales y políticos del
grupo; cuando se participa en las simpatías y antipatías colectivas y se es de
buen grado colaborador en sus acciones y reacciones.» (Caso, 1948: 245).
[5]
El Segundo Congreso Indigenista Interamericano, celebrado en 1949 en Cuzco,
Perú, aprobó la siguiente definición que da idea de la confusión reinante: «El
indio es el descendiente de los pueblos y naciones precolombinos que tienen la
misma conciencia social de su condición humana, asimismo considerada por
propios y extraños, en su sistema de trabajo, en su lengua y en su tradición,
aunque éstas hayan sufrido modificaciones por contactos extraños. Lo indio es
la expresión de una conciencia social vinculada con los sistemas de trabajo y
la economía, con el idioma propio y la tradición nacional respectiva de los
pueblos o naciones aborígenes.» (Segundo Congreso Indigenista Interamericano,
1949: 86-87).
[6]
Esa es la preocupación de O. Lewis y E. E. Maes (1945), en «Base para una nueva
definición práctica del indio».
[7]
Había algunas denominaciones genéricas, como la de «chichimecas», que usaron
despectivamente los mexicas para referirse a los pueblos que vivían más allá de
la frontera norte de Mesoamérica. Sin embargo, los nombres que se dan a sí
mismos muchos pueblos aborígenes significan conceptos tales como «los hombres»,
«los hombres verdaderos» y otros semejantes.
[8]
Con ese término designa Memmi (1957) el fenómeno de la pérdida de singularidad
en la imagen que el colonizador se forma del colonizado.
[9]
Esa es la posición que sustentan Ricardo e Isabel Pozas en su obra antes
citada.
[10]
Véase por ejemplo, para el caso de México, G. Aguirre Beltrán (1967).
[11]
Damos aquí al concepto de explotación un sentido primordialmente económico,
entendiendo por tal el proceso de transferencia de los excedentes de
producción, del grupo productor a otro u otros, sin reciprocidad.
[12]
El caso de Cholula ha sido estudiado en detalle por el autor y los resultados se
ofrecen en Modernización y tradicionalismo. Dialéctica del desarrollo en
Cholula de Rivadavia, Puebla, próximo a publicarse. [NdE: La publicacación fue
hecha el año siguiente, pero con un título diferente: Guillermo Bonfil Batalla.
- Cholula: La Ciudad sagrada en la era industrial. - México: Instituto de
Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México, 1973, 296
p.].
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15 Comentarios
Vaya desconocimiento del tema. Los indios son de la India e indígenas somos todos ya que todos hemos nacido en algún lugar del planeta Tierra. Con solo leer los "Viajes de Colon",se colige que buscaban "Las Indias", y dieron con lo que hoy llamamos América. Por otro lado, indígena se refiere al lugar de nacimiento de las personas; así, los japoneses son indígenas de Japón, los españoles de España, los rusos de Rusia, los mexicanos de México y así por el estilo. Saludos
ResponderEliminarESO ES LO QUE TE HICIERON CREER VICTOR. INDIO E INDÍGENA SIGNIFICAN O REPRESENTAN MÁS QUE ESO.
EliminarVictor. Parece que no leíste nada jajaa. Te aconsejo que dejes de lado tus preconceptos y re leas el texto.
EliminarCreo que te equivocaste con "nativo".
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEntonces ya no existen los mestizos, ni los jíbaros, ni los lobos, ni capalmulato,ni cambujo?. Creo que después de leer este magnífico artículo todos somos o "tente en el aire" o "salto patrás". Salud!!
ResponderEliminarMe parece que este artículo está muy obsoleto. Algunos aspectos censales han cambiado en México y en Estados Unidos
ResponderEliminar1972 es el año en que Bonfil reflexionaba sobre esto. La importancia del artículo no es su actualidad u obsolescencia. La importancia radica en el análisis del término usado para marcar el sometimiento, la explotación y la forma de aplicar un racismo que los europeos siempre han padecido u que junto a las creencias religiosas, se siguen manejando como justificación al abuso y la explotación de los pueblos originarios y sus riquezas naturales y culturales. El análisis del discurso es lo que Bonfil ofreció en este trabajo, y desenmascarar académicamente su uso. Felicidades por acudir a los grandes como Bonfil y aclarar nuestras mentes.
ResponderEliminarY llegaron los indios de Europa en barcos con canones y armas de fuego a subyugar y a pillar el continente
ResponderEliminarIndigena puede ser una categoría antropológica pero indio en general es peyorativa. El uso a estudiar es el cotidiano, los intelectuales no tienen mucho que debut en eso creo yo, aunque intentan participar. Es sencillo, para llamarle indio a alguien debe tener rasgos americanos pero también rasgos culturales distintos en distinto grado a los patrones urbanos. Este último juicio es subjetivo y depende de la intención de quien categoriza. Así puede exacerbarse el mínimo detalle si la intención es demeritar y devaluar. La connotación es ignorante, salvaje, paria, mala sangre, etc. Una imagen muy potente que la educación debe desterrar, aunque no sé bien cómo puede hacerse de manera efectiva y definitiva.
ResponderEliminarGostei muito deste artigo, uma motivação para continuar pesquisando, obrigada.
ResponderEliminarEntonces, cuál es la bibliografía actualizada que suoere el análisis de Bonfil Batalla para establecer nuevas definiciones.
ResponderEliminarSi me pueden facilitar.
Gracias.
Que buen escrito, se agradece el nivel de análisis que de hace.
ResponderEliminarSe hace difícil la lectura con esa tipografía! porfa, Arial y mas grande (: (Me interesa, pero lo leeré después más descansado)
ResponderEliminarUn libro actualísimo sobre este y otros temas referentes a nosotros, los verdaderos dueños de estas tierras: Inkariuma, manual de acción política indígena. Está gratis en Internet poniendo el título en el buscador
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